Ellas No Pueden Ser lo que No Ven

Por 10/06/2014 Cine & TV

En la gala de los Oscars de 2013, Cate Blanchett dio uno de mis discursos favoritos de la noche al recibir la dorada estatuilla por su papel protagonista en la película Blue Jasmine. En esta cinta de Woody Allen, Blanchett interpreta a una mujer venida a menos que tiene problemas ajustándose a su nueva realidad. Es, sin duda, todo un triunfo para la actriz australiana, que aparece en más del 85% del metraje de la película y que, en una escena conmovedora que no revelaré aquí, hizo que derramara más de una lagrimilla.

Cate-BlanchettAnte trabajo de tal calibre, sorprende escuchar a Blanchett decir que las películas protagonizadas por mujeres siguen siguiendo consideradas un “nicho” en Hollywood por el que pocos estudios apuestan, al no atraer el dinero y la audiencia de otras producciones. Y si bien hay señales de que eso está cambiando – para muestra la excepcional interpretación de Sandra Bullock en Gravity, otra de las nominadas, que ha recaudado 700 millones de dólares en los cines de todo el mundo – me picó la curiosidad de investigar hasta qué punto las mujeres no han tenido una representación justa en la gran pantalla.

El New York Times nos daba algunas pistas en un artículo reciente. Los candidatos a mejor actor a los Oscars de 2013 aparecían un promedio de 85 minutos en pantalla, frente a los 57 minutos de las mujeres candidatas a mejor actriz. Y mientras la mayoría de los actores nominados marcaban la trama de las cintas que protagonizaban, las mujeres en papeles protagonistas asumían un rol más pasivo, como conectoras de diversas historias y personajes

¿Sería este desbalance una anécdota aislada de las películas del pasado año o una tendencia? Según datos del Gender Institute on Gender in Media, un centro de investigación fundado por la actriz Geena Davies, el porcentaje de personajes femeninos en el cine y la televisión estadounidense no ha cambiado desde la Segunda Guerra Mundial. Sí, ha leído bien: desde 1946, con todo lo que creemos haber avanzado en los temas de igualdad de género, solo el 25% de los papeles en Hollywood son interpretados por mujeres.

Pero ahí no queda la cosa. La probabilidad de que esas actrices aparezcan ligeritas de ropa es casi cuatro veces superior que la de los hombres. Las heroínas de estas películas, además, suelen ser personajes a la sombra de héroes masculinos, y son contadas las ocasiones en las que aparecen como mujeres en posiciones de liderazgo. De 2006 a 2009, ni un solo personaje femenino en películas aptas para todos los públicos fue médico, abogada, lideresa política o jefa de empresa.

Si esta distorsión en el cine y la televisión ha sido tan sostenida en el tiempo, y dada la influencia que estos medios de comunicación tienen en nuestra cultura, cabe preguntarse si las niñas de hoy encuentran suficientes modelos para aspirar a ser heroínas y líderes en sus propias vidas ¿Pueden ellas llegar a ser lo que no ven? Va a ser poco probable, a no ser que tengamos más Sandras Bullocks metidas en la piel de geniales astronautas.

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Escapar del Tiempo con Octavio Paz

Por 01/06/2014 Literatura

“Al cabo de tantos años de vivir … aunque siento que no he vivido nunca, que he sido vivido por el tiempo, ese tiempo desdeñoso e implacable que jamás se ha detenido, que jamás me ha hecho una seña, que siempre me ha ignorado”

Siempre me han dado mucha envidia sana los escritores prolíficos, y más aún aquellos como Octavio Paz, que igual podía escribir ensayos trascendentales sobre la identidad mexicana como El Laberinto de la Soledad que publicaba revistas llenas de filosofía y crítica literaria como Plural (1971-1976) y Vuelta (1976-1998).

Pero tal vez sea su vocación transgresora y su afán de reinventar las formas tradicionales de hacer literatura lo que más admiro. En la era de las comunicaciones digitales, nuestros buzones y redes sociales están inundados de infografías, pero en 1968, Paz fue todo un agitador del pensamiento cuando publicó sus seis poemas visuales, o “topoemas”, en la Revista de la Universidad de México.

Con el anhelo de escaparse del tiempo, la poesía de Paz se libera de los confines tradicionales del discurso y se adueña del espacio, de tal forma que importa tanto lo que dicen sus versos como el lugar que ocupan sobre el papel. Es una poesía surrealista, que compaginaría a lo largo de su vida con una poesía tradicional de gran lirismo y belleza.

Parábola del movimiento

Octavio-Paz_topoemas_2

Nagarjuna

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Este año, en el centenario del nacimiento de Octavio Paz, se han reeditado muchas de sus poesías en México, como Más Allá del Amor, una meditación en la que autor pretender escaparse una vez más de las fauces del tiempo para disfrutar del amor pleno junto a su amada, como en un universo paralelo.

“Todo nos amenaza:
el tiempo, que en vivientes fragmentos divide
al que fui
del que seré,
como el machete a la culebra;
la conciencia, la transparencia traspasada,
la mirada ciega de mirarse mirar;
las palabras, guantes grises, polvo mental sobre la yerba,
el agua, la piel;
nuestros nombres, que entre tú y yo se levantan,
murallas de vacío que ninguna trompeta derrumba.

Ni el sueño y su pueblo de imágenes rotas,
ni el delirio y su espuma profética,
ni el amor con sus dientes y uñas nos bastan.
Más allá de nosotros,
en las fronteras del ser y el estar,
una vida más vida nos reclama.”

Octavio Paz nos dejó en 1998, cerrando el telón de una intensa vida marcada por los libros, sus largas estancias en París y la India, y dos matrimonios. Pero como él mismo vaticinó en Hermandad, su obsesión por huir del tiempo descansa ahora sobre el legado de una obra tan actual como imprescindible.

“Soy hombre: duro poco
y es enorme la noche.
Pero miro hacia arriba:
las estrellas escriben.
Sin entender comprendo
también soy escritura
y en ese mismo instante
alguien me deletrea.”

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Blanco Azabache

Por 21/05/2014 Relatos

La fiesta sigue dentro de la casa; escucho el rumor de la música y de las risas, a la distancia. Camino solo entre los chopos, con mis zapatos recién estrenados y esa corbata color granate que me aprieta tanto la garganta. Estoy vencido por las emociones pero no me importa. La noche, mecida por el otoño, es encantadora. Me quiere conquistar y yo me dejo. Camino despacio y crujen las hojas bajo mis zapatos nuevos; los grillos completan las notas de una bella serenata. No sé muy bien qué tiene de especial esta noche, pero soy consciente de la trascendencia del momento — un instante que quedará marcado y cuyas ondas expansivas se amplificarán con el tiempo, como crece el universo.

Juliette debe de estar pensando dónde me he metido, pero lo más seguro es que esté bailando, despreocupada. A Juliette le encanta bailar y además lo hace muy bien, disfruta siendo el centro de atención de todas las miradas. Hoy se ha puesto un vestido rojo de punto y unos pendientes colgantes de color dorado, a juego con su melena rubia y el pintalabios carmín que solo se pone en ocasiones especiales. De camino a la boda, ha recostado su cabeza en mi hombro en el taxi y me ha pasado la mano por debajo del brazo. Ha cerrado los ojos y me ha susurrado “je suis tres fatigué”. Pienso en lo bella que es Juliette con los ojos cerrados.

He llegado hasta la orilla del río que cruza la finca. Sobre el agua me hipnotiza el reflejo de las bengalas, llamaradas de fuego entre los nenúfares. Me desaflojo la corbata y me meto las manos en los bolsillos; me cruza el pensamiento fugaz de cuánto desentona un hombre trajeado entre las ranas. Miro hacia el otro lado de la orilla y no alcanzo a ver más que sombras. En este mismo lugar, o tal vez cien metros más abajo, estuve pescando el verano pasado con Navid, o al menos haciendo el intento. No pescamos nada pero lo pasamos en grande. Su madre nos hizo cordero con yogurt para el almuerzo y, tras dos horas matando de risa a las truchas, pasamos el resto de la tarde en la piscina. Bebimos limonada. No llegué a mi fría habitación de la universidad hasta muy tarde.

La semana que viene todo habrá terminado. O todo estará a punto de comenzar, según la perspectiva. Esta noche, sin embargo, huele a despedida. Haré las maletas y me iré lejos, de regreso a mi país. Empiezo unas prácticas de trabajo con las que he soñado toda la vida. Debería estar pletórico, comentando a todos en la fiesta lo excitante de mis planes, pero no estoy de humor. No me quiero ir. Quiero casarme con esta noche y no mirar hacia delante; quiero vivir anclado al fondo de este río. Quiero que el momento sea eterno, que la mañana no me sorprenda aquí de pie, con un traje marrón recién comprado, a las orillas de un riachuelo desconocido de Massachussets.

Todo podría haber sido tan distinto que me imagino un desenlace diferente. Tal vez por eso quisiera detener el tiempo, para volver atrás y mudar el curso de lo acontecido. El destino es un tirano que va cerrado puertas a cada paso con un sello infranqueable. Lo único que tengo es el presente, y ni siquiera a eso puedo aferrarme. Tal vez a los recuerdos, pero me temo que también se desvanecen. El tiempo los disfraza y los envuelve en una nube.

Cuando nos conocimos hace año y medio, recuerdo que llovía a cántaros. Yo venía de la biblioteca sin paraguas y busqué refugio en la tienda de comestibles de la universidad, abierta las 24 horas. Ella estaba comprando dulces con una amiga, y aunque estaban a unos cinco metros de distancia la una de la otra, conversaban en persa animadamente. Embobado por la cadencia de un lenguaje exótico, me quedé parado a su lado, escuchándolas. Una curiosidad atrevida que no tardaron en reparar y que alertaron. Fue entonces cuando Shirin elevó la mirada y me sonrió con sus ojos negros, brillantes por el reflejo de las luces de la tienda. Un negro azabache de ojos de gata. Para mi alivio, la amiga de Shirin me reconoció enseguida de su clase de cálculo, y así me libré del bochorno de tener que dar explicaciones. Nos reímos, o más bien se rieron ellas de mí, ya que yo tenía el pelo y la camisa empapados. Nos presentamos.

Esa noche soñé con ella. Yo caminaba a su encuentro, su figura me daba la espalda. En vez de llamarla y pronunciar su nombre, me acerqué lentamente, extendí el brazo, y puse la mano sobre su hombro. Reconoció mi tacto pero nunca llegó a volverse. Simplemente se quedó de espaldas, soportando mi peso. Me desperté sudando frío, con la escena del sueño rebobinando en mi cerebro como una película de Super 8.

ilustracion2_chica_lowNos hicimos amigos. Vivimos juntos muchas jornadas en vela, fingiendo que estudiábamos. Entre bolsas de palomitas y botellas de Mountain Dew, me hablaba de su infancia feliz en Irán, y de tardes grises de adolescencia en París, donde su familia emigró cuando derrocaron al Sha. También me hablaba de América como una tierra ajena al miedo donde le fue posible volver a inventarse. Y así, con mi cabeza apoyada en el libro de química, yo escuchaba cada relato, sin dar tregua a los silencios con ronquidos fingidos que provocaban su carcajada más escandalosa. Noches de libros pero de cenas y cines también, en Newbury Street y por Beacon Hill, en Harvard Square y, cómo no, donde siempre terminábamos, en el Roxy.

Solo una vez la intenté besar. Habíamos salido un grupo por el Barrio Chino, y no sé exactamente quién nos llevó a un antro famoso por sus brebajes mortíferos. Nos sentamos expectantes alrededor de una mesa redonda y una camarera cicuentona apareció con el Dragon Bull, una fuente rebosante de alcohol consumida en llamas. Todos nos volcamos a beber aquel mejunje al mismo tiempo, retándonos a ser los primeros en terminar de absorber las pajillas. Y no llegó solamente uno o dos, sino que tres y cuatro, hasta que perdí la cuenta. Unas horas más tarde, bailando en la discoteca al son de Juan Luis Guerra, Shirin esquivó mis labios cuando me abalancé torpemente sobre ella y me puso el moflete, recordándome lo mucho que había bebido y las ganas que tenía de volver al dormitorio. No he estado más borracho en toda mi vida.

Me dije que lo intentaría al día siguiente, cuando nos fumáramos el último cigarrillo a la puerta de la biblioteca, y la luna se vistiera de una pátina mágica entre la niebla. O cuando sonara Johnny Hartman en la radio de su cuarto, mientras estudiábamos para el examen final de biología. O puede que pasaría durante el fin de semana, cuando nos fuéramos a dar un paseo por el río. Pensaba que el desenlace natural de nuestro cuento romántico estaba a punto de llegar, y muy pronto nos fundiríamos en el más dulce de los besos, como ocurre al final de las películas.

Pero ese beso nunca llegó. La última vez que nos vimos fue hace seis meses, la noche de Acción de Gracias. Ese día hice una fiesta en mi casa – Juliette cocinó para seis y Navid trajo la tarta de cerezas. Era la primera vez que reunía a todos mis amigos en casa, y estaba muy nervioso de cómo transcurriría la conversación durante la cena. Juntar a personas que no se conocen entre sí y que, por una u otra razón, son tan especiales para uno, puede ser desastroso. Pero la suerte estuvo de mi lado. La cena transcurrió placentera, entre chistes, bromas y recetas de cocina.

Carraspeo. El relente de la noche me provoca un leve picor en la garganta. Doy la espalda al río y me encamino de regreso a la casa. Me causa naúseas pensar que de nuevo tengo que fingir sonrisas y conversaciones forzadas. Pero igual que a Jonás, me ha escupido la ballena, y ahora tengo frío. Enfilo mis pasos por el camino de piedra, destellante por las velas que se esconden dentro de cientos de bolsitas marrones de papel. La música ha parado, o al menos yo ya no la escucho, y veo los faros de coches tan oscuros como la noche titilar y escaparse por el portón de la finca.

Shirin está radiante con su vestido blanco de encaje. Dicen que las mujeres emiten una luz especial cuando están embarazadas, pero para mí no hay aura más deslumbrante que la de una mujer vestida con su traje de novia. Me la encuentro en el cenador de la casa, bajo una encina milenaria. Me da la espalda, apoyada en la baranda de la marquesina y sosteniendo un gran vaso de Coca-Cola. Cuando me acerco, se da la vuelta despacio y sonríe con sus ojos negros, como si me hubiera estado esperando. Esta vez es ella quien se abalanza sobre mí, me besa en la mejilla y me invita a sentarme junto a ella en las escaleras.

“Sabes que he sido el último en enterarme”, le espeto desafiante.
“Sí, ya lo sé. Me daba mucho miedo llamarte”.
“No me extraña: primero desapareces durante meses y luego me llamas para darme el bombazo de la noticia. Menos mal que tu amiga me dijo que estabas bien.”

Shirin eleva la mirada, y me desarma con sus ojos negros. Estoy desprevenido cuando me agarra fuertemente de la mano.

“Lo importante es que estás aquí. Te he echado de menos”.

Quiero replicarle que estoy indignado, y lo que es peor aún, que me ha hecho mucho daño, y que no puede pretender borrar todos estos meses de angustia con una sonrisa. Quiero soltarme de su mano, ponerme de pie, y recordarle lo injusto que ha sido conmigo, decirle lo mucho que me ha herido los sentimientos.

Pero no lo hago. Ha tenido que llegar esta noche y este momento para encontrarle a todo un sentido: el vestido blanco de encaje, los meses perdidos de silencio, mis maletas a medio hacer, el bello rostro de Juliette.

La vida de Shirin siempre estuvo aquí, anclada a la corriente de este río y a la casa de esta finca, en la tierra prometida de esta América, donde están llamados a nacer sus hijas y sus hijos, donde cada Ramadán, una vez que caiga la noche, su familia cenará cordero con yogurt, o kebabs con arroz, y la conversación girará en torno a lo mucho que ha cambiado Irán, a lo bonito que será ir de visita algún día. Qué absurdo haber pretendido querer dar marcha atrás al reloj cuando, en realidad, todo está exactamente en su sitio.

Ahora soy yo quien posa mi mano sobre su mano, y le sonríe.

“¿Vendréis a verme, no? Prométemelo.” 
“Prometido.”

Los últimos invitados se agolpan a la puerta de la casa, quieren despedirse. Juliette me busca ente la gente; veo como estira el cuello entre el tumulto, impaciente. Shirin se ha recogido la cola del vestido y se levanta. Una vez más, me da la espalda y se aleja de mí, pero yo ya no la llamo. Nada más llegar al umbral, Navid la sujeta de sorpresa por el brazo y se besan. La noche, hasta entonces un pozo de silencios, queda ensordecida por el aplauso.

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