-Pues eres una monja judía
-¿Quién?
-Eres judía. ¿Nunca te lo dijeron?
Tu verdadero nombre es Ida Lebenstein.
Cuando una película, además de intrigarnos por su trama y el interés que despiertan sus personajes, nos seduce con una cinetamografía rica en simbolismo, pasa de ser un mero entretenimiento para convertirse en obra de arte. Así definiría a Ida, la exquisita cinta polaca que se disputa el título de mejor película en lengua extranjera en los Oscar de este año.
Tan solo en términos formales, Ida crea una atmósfera hipnotizante. Filmada en blanco y negro y en formato 4×3, la película nos traslada a la Polonia de 1961, un país aún desolado de paisajes y espíritu por la sombra alargada de la postguerra. Al inicio de la película, Ida (Agata Trzebuchowska) es una novicia huérfana llamada Anna que, antes de tomar los hábitos, es obligada por su superiora a visitar a su tía Wanda (Agata Kulesza) en la ciudad de Lodz. Wanda es juez estatal y miembro del Partido Comunista, y su estilo de vida promiscuo contrasta desde un inicio con la inocencia virginal de Anna.
Será durante el encuentro de estas dos mujeres cuando Anna descubrirá que su verdadero nombre es Ida Lebenstein, y que su familia judía fue refugiada por familias cristianas durante la guerra antes de desaparecer. A partir de esta revelación, Ida viajará con su tía al pueblo de su nacimiento para esclarecer el paradero de sus padres y encontrar un sentido a su nueva identidad.
Sin revelar aquí el desenlace de esta búsqueda, el director Pawel Pawlikowski ha logrado retratar a un país en una encrucijada de su historia a través de estos dos arquetipos femeninos. Con los ojos negros y penetrantes de Ida, vemos a la Polonia que quiere enterrar su pasado y vivir con ilusión el futuro. Wanda, por otro lado, representa el desencanto del estalinismo, un comunismo tan sangriento como el nazismo. Ida, vestida con ropa y velo claros, irradia esperanza, mientras que una Wanda, enfundada en colores oscuros, intenta ahogar el peso de su culpa en el tabaco, el alcohol, el sexo y la Sinfonía Júpiter de Mozart.
La película, en línea con las de maestros del cine europeo como Bergman o Godard, es parca en diálogo, y la cámara apenas se mueve en escenas donde los rostros y conversaciones de los personajes vienen cargadas de emoción y sentimientos. Pero a diferencia de otros exponentes cinematográficos del viejo continente, en los que los conflictos morales de los personajes parecen suspendidos en el tiempo sin un claro desenlace, Ida nos brinda una resolución satisfactoria, a la vez terrorífica, ilusionante y evocadora.
La técnica cinematográfica que infiere una personalidad propia a la película es que los personajes aparecen relegados a las esquinas o a la parte inferior de cada encuadre, siendo los vastos y austeros paisajes, las paredes vacías del convento, o las figuras geométricas del enrejado de puertas y ventanas los elementos que asumen protagonismo en la pantalla. Esta técnica surte un efecto original para demarcar el peso aplastante de la historia en la vida de estos personajes. Estas dos mujeres tomarán al final de la película caminos muy distintos, pero en ambos casos su destino se verá marcado por la huella imborrable del pasado.
En un año 2014 de cine mediocre, Ida reluce como una pequeña joya, donde cada plano tiene un justo y medido propósito, con interpretaciones magistrales. Si eres amante del buen cine, no te la pierdas.
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