Cruda y punzante pero a la vez elegante y poética. Como la sangre de una herida abierta, la prosa de Joan Didion surge a borbotones y se derrrama en frases perfectamente construidas. Si no conoces aún a Didion, te sorprenderá descubrir a una escritora de presencia frágil y personalidad algo excéntrica que se ha establecido como una de las voces más originales de la literatura contemporánea en Estados Unidos.
Esta semana Didion cumple ochenta y tres años. Se inició en el periodismo, y durante las convulsas décadas de los años 60 y 70 fue frecuente encontrar su firma al pie de las notas de Life, Vogue y The New York Times. Posteriormente, en las décadas que estuvo casada con el escritor John Gregory Dunne, Didion tornó su atención hacia el ensayo, la novela e incluso el teatro, pero siempre desde la perspectiva del periodismo narrativo.
De hecho, hasta principios de los años 2000, Didion era más reconocida como una estupenda cronista que como una escritora de especial mérito literario. La vida y la obra de Didion, sin embargo, darían un vuelco en el transcurso de apenas dos años, a raíz de la muerte súbita de su marido y la inesperada enfermedad de su hija. Los hechos los narra así en su mejor obra, “El año del pensamiento mágico”:
Hace nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne, en la mesa del salón de nuestro apartamento de Nueva York en la que acabábamos de sentarnos a cenar, sufrió aparentemente —o realmente— un repentino y severo ataque al corazón que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos de la Singer División del Beth Israel Medical Center, por entonces un hospital en la avenida East End (cerró en agosto de 2004), más conocido como el Beth Israel North o el Antiguo Hospital de Médicos; lo que pareció un caso de gripe invernal lo bastante grave para ingresarla en urgencias la mañana de Navidad había derivado en neumonía y choque séptico.
Quintana nunca se llegó a recuperar y falleció de pancreatitis en 2005 a los 39 años. En sus dos obras maestras, “El año del pensamiento mágico” (2005) y “Noches azules” (2011), Didion intentó hacer sentido del desconsuelo que, de la noche a la mañana, inundó su vida. La escritura de estos dos libros fue una aproximación periodística a la naturaleza del dolor pero, sobre todo, una forma de terapia para procesar lo ocurrido.
Los supervivientes miran atrás y ven presagios, mensajes que no tomaron en cuenta. Recuerdan el árbol que se secó, la gaviota que se estrelló contra el capó del coche. Viven de símbolos. Extraen significados del bombardeo de spam en el ordenador que no usan, de la tecla de borrado que deja de funcionar, del imaginado abandono en la decisión de reemplazarla. La voz de mi contestador es aún la de John. El que se oiga la suya es un hecho totalmente arbitrario que sólo tiene que ver con que fuera él quien estaba en casa el día que hubo que hacer la grabación; pero si yo tuviera que volver a grabar el mensaje, lo haría con un sentimiento de traición. Un día que hablaba por teléfono desde su despacho, pasé distraídamente las hojas del diccionario que él siempre dejaba abierto sobre la mesita junto al escritorio. Cuando me di cuenta de lo que había hecho, me disgusté. ¿Qué palabra era la última que él había buscado? ¿En qué había estado pensando?
Recordar es importante para Didion, pero no es suficiente para ganar la batalla al desconsuelo. A través de la escritura, batalla contra la desesperanza y logra afrontar el dolor. Para Didion, la religión nunca fue refugio para encontrar la paz en sí misma.
El dolor por la pérdida nos resulta un lugar desconocido hasta que llegamos a él. Anticipamos (lo sabemos) que alguien cercano a nosotros puede morir, pero no imaginamos más allá de los días o semanas inmediatamente posteriores a esa muerte imaginada. (…) Cuando anticipamos el funeral nos preguntamos si lograremos «superarlo», estar a la altura de las circunstancias, hacer gala de la «entereza» que invariablemente se menciona como respuesta correcta ante la muerte. Anticipamos que necesitaremos fortalecernos para ese momento: ¿seré capaz de recibir a la gente? ¿Seré capaz de dejar el lugar? ¿Seré capaz siquiera de vestirme ese día? No sabemos que ése no será el problema. No podemos saber que el funeral en sí mismo será anodino, una especie de regresión narcótica, arropados por el cariño de los demás y por la gravedad y significado de la ocasión. Ni podemos saber —y ahí reside la diferencia fundamental entre cómo imaginamos el dolor y cómo es en realidad ese dolor— la interminable ausencia que sigue al hecho en sí, el vacío, la absoluta falta de sentido, la inexorable sucesión de momentos en los que nos enfrentaremos a la experiencia del sinsentido.
En 2013, el presidente Barack Obama concedió a Joan Didion la Medalla Nacional de las Artes y las Humanidades. En su discurso, Obama la describió como una de las más prestigiosas escritoras de su generación. Un mérito que reflejan fragmentos tan bellos como éste, en el que Didion reflexiona sobre lo inevitable de su propia mortalidad.
Durante las noches azules uno piensa que el día no se va a acabar nunca. A medida que las noches azules se acercan a su fin (y lo hacen, lo hacen siempre) uno experimenta un escalofrío literal, una visión de enfermedad, en el mismo momento de darse cuenta: la luz azul se está yendo, los días ya se están acortando, el verano se ha ido (…) Las noches azules son lo contrario de la muerte de la luz, pero al mismo tiempo son su premonición.»
Nuestra esperanza es que aún le queden muchas más historias por contar. Si quieres conocer más sobre la vida y obra de Joan Didion, no te pierdas el documental ¨Joan Didion: el centro cederá¨, disponible en Netflix (solo en inglés).
Comentarios