Salgo de la última película de Woody Allen tan nostálgico como inspirado. En un verano repleto de secuelas intrascendentes como la de Independence Day y películas malas de superhéroes (¿cómo es posible que Escuadrón Suicida, que está siendo acribillada por la crítica, haya batido récords de taquilla en su estreno en Estados Unidos?), es refrescante ver una película con una historia relativamente simple pero impregnada de significado.
Café Society nos traslada al Hollywood de los años 30, y desde las primeras escenas, la voz de Allen como narrador de la historia baña de patina a los recuerdos que relata, con ayuda de la bella cinemafotografía de Vittorio Storaro. En esta ocasión, el alter ego de Woody Allen es Bobby Dorfman (Jesse Eisenberg), un chico judío de Nueva York que se muda a Hollywood con la esperanza de que su tío Phil (Steve Carell), un famoso agente artístico, le dé un trabajo en su agencia. Phil no solo emplea a Bobby como repartidor de correo, sino que además le pide a su secretaria Vonnie (Kristen Stewart) que enseñe la ciudad a su sobrino. Lo que Bobby no sabe aún es que Vonnie es también la amante de su tío, un dato que descubrirá más tarde, cuando Bobby y Vonnie hayan comenzado su propia historia de amor.
Los triángulos amorosos en el cine son un viejo recurso narrativo, pero lo sorprendente de esta película no es la revelación, que se despeja a la mitad de la película cuando Phil decide divorciarse de su mujer y Vonnie se casa con Phil en vez de con Bobby. Lo mágico de esta película es la exploración del peso de nuestras decisiones con el paso del tiempo. ¿Qué hubiera ocurrido si Vonnie hubiera decidido casarse con Bobby? ¿Habría Bobby decidido volver a Nueva York, donde abrió el exitoso club nocturno Café Society? ¿Hubieran sido Vonnie y Bobby más felices?
Todos estos posibles escenarios son implícitos, reflejados en el rostro de una radiente Kristen Stewart, por lo que tampoco esperes una resolución a estas preguntas al estilo de películas como Sliding Doors (1998), con Gwyneth Paltrow, donde vemos cómo se desenvuelve la vida de los protagonistas en realidades paralelas en función de sus decisiones. Para Allen, es mucho más interesante jugar con la posibilidad del qué hubiera sido, el what if que dicen los anglosajones, sin mostrarlo.
En un momento culminante de la película, cuando Bobby y Vonnie se reencuentran al paso del tiempo, Bobby le recuerda a Vonnie que, una vez casada con su tío, se ha convertido en ese tipo de persona que tanto odiaba cuando ellos dos salían juntos, una mujer materialista que menciona en cada frase a los artistas famosos con los que socializa. Vonnie, sin embargo, no se arrepiente de su decisión, a pesar de seguir enamorada de Bobby.
Como en la vida misma, donde debemos escoger un rumbo cuando el camino se bifurca, los personajes no son infelices (tanto Vonnie como Bobby aman a sus parejas), pero tampoco están completamente satisfechos. Una parte de ellos, la de la cara a la galería, es tan volátil y artificial como la de la vida nocturna de Café Society, o la de la trama de una película de Ginger Rogers. Pero hay momentos de iluminación, cuando los personajes son más fieles a sí mismos y se preguntan si podrían haber sido más felices de haber vivido de forma distinta.
Como escribió Calderón de la Barca, y nos recuerda Woody Allen en esta profunda película, la vida es realmente un sueño.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
una sombra, una ficción,
y el mayor bien es pequeño:
que toda la vida es sueño,
y los sueños, sueños son.
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