En los 25 años de andanzas que llevo por Estados Unidos, no recuerdo ningún acontecimiento político que haya generado tanta anticipación y desencanto a la vez. El pasado 12 de abril, Hillary Clinton anunciaba su carrera como candidata demócrata a la Casa Blanca en 2016, a través de un vídeo que pretendía mostrar una imagen cercana y popular de la que fuera Secretaria de Estado y Primera Dama.
Algunos detractores del vídeo criticaron los numerosos clichés que contiene la producción. Estadounidenses de todas las razas, edades y estratos sociales posibles, hablan de sus sueños y aspiraciones, desde conseguir un trabajo, casarse (en un guiño a la comunidad gay), abrir un negocio o disfrutar del retiro. Hillary no aparece hasta el final del corto, donde nos cuenta que su aspiración personal es convertirse en Presidenta de EE.UU. para ser la “campeona” de los sueños de todos los norteamericanos.
La mayor crítica al corto, más allá de los inevitables clichés, es que genera la impresión de entitlement que pretendía borrar. Perfectamente vestida y maquillada, Hillary aparenta ser una mujer adinerada y lejana a esa realidad del estadounidense de a pie con la que tanto desea conectar.
Durante el anuncio aparece principalmente sola, de pie y hablando directamente a la cámara, y las dos escenas en las que la vemos conversando con potenciales votantes, son forzadas. Si realmente quisiera conectar con los electores, ¿no hubiera sido más acertado vestirse de calle, y que hubiera aparecido charlando con alguien en una parada de autobús o comiéndose una pizza en un bar?
En el mundo sorprendente de la comunicación política, sin embargo, éstas y otras apreciaciones han sido plato de segunda mesa ante la reacción visceral que ha provocado un elemento que, a priori, pudiera parecer un complemento estético de la campaña: el logo. La H azul de Hillary, con la flecha roja transversal, ha sido un símbolo criticado como improvisado y amateur alrededor del mundo. La tormenta originada nos recuerda que un logo, para un público expectante, es mucho más que un dibujito.
La primera pregunta que asalta ante una figura tan conocida y emblemática como la de Hillary Clinton es por qué su campaña ha considerado necesario forjar una identidad gráfica a su propuesta política. Cuando el personaje ya se ha convertido en una marca sólida que evoca emociones en el imaginario de los votantes, ¿no es contraproducente asignar un logo a un perfil que, de por sí, dice mucho? Cuando Obama ganó la Presidencia en 2008, era un desconocido para la mayoría de los estadounidenses, e incluso su logo oficial de un sol naciente fue eclipsado por el poster warholiano de su figura.
Las críticas, sin embargo, no han acobardado a su campaña. Y tal vez la reciente “reinvención” del logo, termine por conquistar el corazón de su base política. Esta semana, el logo azul y rojo se convertía en un arco iris durante el debate en la Corte Suprema sobre los matrimonios entre personas del mismo sexo. En Iowa, enclave crítico de las primarias, la H de Hillary se ha convertido en un campo de maíz, y en New Hampshire, otro de los primeros estados en votar, la imagen es de montañas. En todas estas adaptaciones, que recuerdan los colores cambiantes del Empire State Building, el logo recobra fuerza al denotar dinamismo y progreso sobre distintos temas y escenarios.
¿Habrá sido ésta una táctica planificada desde un inicio? Es difícil saberlo, y de no haber sido así, dudo que su campaña llegue a admitirlo. Lo que no cabe duda es que la reinvención del logo, como la de la mismísima Hillary a lo largo de su carrera, ha sido una brillante lección de comunicación política. Con este arranque, la campaña se perfila interesante.
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