«El mundo hay que fabricárselo uno mismo, hay que crear peldaños que te suban, que te saquen del pozo. Hay que inventar la vida porque acaba siendo verdad».
Leo con tristeza que nos ha dejado Ana María Matute a los 88 años. Descubrí a esta prolífica escritora a través de Primera Memoria (1959), una novela que marcó mi adolescencia por la identificación con sus personajes: niños que jugaban a ser mayores y perdían la inocencia durante la guerra civil española. Me atrapó una prosa sin artificios que destilaba enajenación, tristeza y miedo en cada página.
Incluso en su faceta más fantástica, en obras llenas de brujas y hadas como su favorita Olvidado Rey Gudú (1996), la Matute tenía el poder de envolverte lentamente con narrativa llena de lirismo, como hacen las grandes contadoras de historias:
«Ondina del Fondo del Lago habitaba desde hacía cuatrocientos treinta años en el más bello lugar del Lago de las Desapariciones. Ondina era de una belleza extraordinaria: suavísimos cabellos color alga que le llegaban hasta la cintura, ojos largos y cambiantes como la luz, que iban del más suave oro al verde oscuro, y piel blanco-azulada. Sus brazos ondeaban lentamente entre las profundas raíces de las plantas, y sus piernas se movían como las aletas de una carpa. Una sonrisa fija y brillante, que iba del nacarado de la concha al rosa líquido del amanecer, flotaba entre sus labios.«
Excepto el Nobel, ganó casi todos los grandes premios literarios, incluyendo el Cervantes en 2010. Pero si tuviera que destacar aspectos de su biografía, yo me quedaría con aquellos más transgresores — los de una mujer que nunca dudó en enfrentarse a un mundo hostil. En 1963, la separación de su marido le costó perder la custodia de su hijo durante dos años, en una época en la que el divorcio era tabú. Y como escritora de la posguerra, tuvo que hacerse espacio en tertulias como la del café Turia, donde a menudo era la única mujer entre autores como Juan Goytisolo, Guillermo Díaz Plaja o Carlos Barral. Así lo expresó ella en sus propias palabras:
«En los ambientes literarios había hombres, y yo iba y bebía con ellos. Me llamaban ‘el pequeño cosaco’, porque les seguía el ritmo. Yo he bebido toda la vida, con mi hermano de pequeños cogíamos unas moñas… Las mujeres de entonces eran, como yo las llamaba, señoras recortadas, sólo pensaban en hacer una buena boda».
En 1996, fue la tercera mujer en ocupar una silla en la Real Academia de la Lengua. En su discurso de ingreso a la Academia, expresó así su pasión por los libros, como su fueran el bosque imaginario de Lewis Carroll:
«Siempre he creído, y sigo creyendo, que la imaginación y la fantasía son muy importantes, puesto que forman parte indisoluble de la realidad de nuestra vida ….Porque escribir, para mí, ha sido una constante voluntad de atravesar el espejo, de entrar en el bosque. Amparándome en el ángulo del cuarto de los castigos, como apoyada en algún silencioso rincón del mundo, me vi por vez primera a mí misma, avanzando fuera de mí, hacia alguna parte a donde deseaba llegar».
En septiembre, la editorial Destinos publicará Demonios Familiares, obra póstuma de esta barcelonesa universal. Hoy lamentamos su muerte, pero no fallaremos a la cita con ella en el bosque de las palabras, al otro lado del espejo.
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