Eran las cinco de la tarde de un verano especialmente pegajoso. Él la observaba desde el otro extremo de la barra; reparó en ella cuando se quitó los zapatos de tacón alto de dos enérgicas patadas y se sentó sola, en ese bar anodino, reposando sus pies desnudos sobre las varillas de acero de la banqueta. La sensación de frío debió de quemarle la planta de los pies, ya que, en un repentino movimiento, elevó los piernas como una garza para volver a reposarlos de nuevo segundos después, como quien realiza un acto por despecho. Sus piernas tenían el color de la canela fina y parecían interminables debajo de una falda de volantes, que había doblado como una sábana entre las piernas, mientras reclinaba el cuerpo hacia adelante para llamar la atención del camarero.
Parecía preocupada o ensimismada en pensamiento, pensó él. Siempre le habían gustado mucho las morenas; las seguía sin que se percataran por los pasillos de los centros de convenciones, y luego se hacía el despistado cuando llegaba junto a ellas – les decía que había perdido el mechero, o que se había quedado sin tabaco, y luego preguntaba si sabían cómo se llegaba a la zona de exhibición de los muebles de anticuario, que ese era el estilo que más le gustaba a él. Más de una había caído en sus redes; se acordaba de la vasca que conoció en Jaén o de la niña pija que se llevó al huerto en la feria de Mieres, rollos divertidos que habían comenzado con una tapita de tortilla en bares como éste y que se desinflaban con un revolcón apresurado entre las sábanas del hotel. Al fin y al cabo, siempre se decía, alguna alegría tendría que dar al cuerpo este trabajo tan ingrato, que reduce la vida a lo que cabe en una maleta, viajando siempre de feria a feria como puta de un burdel ambulante que nadie quiere volver a ver.
La mujer de las piernas imposibles ahora daba vueltas a los hielos de su pacharán con una sombrilla de papel maché. Llevaba un corpiño rojo y una gardenia blanca en el pelo, del mismo tamaño que los lunares que salpicaban su falda de volantes. Más que una mujer parecía una estampa, extraída de un tablao de la calle Sierpes o de la Carmen de Bizet, una pieza recortable que se había sobrepuesto a la vulgaridad de un bar improvisado en una feria de muebles. Si hubiera sido cualquiera otra, él ya habría movido ficha, tal vez comprándole una segunda copa o susurrándole algo al oído, con alguna de las perlas de su extenso repertorio. En esta ocasión, sin embargo, prefirió calibrar la situación desde su puesto de vigía, al menos mientras ella no percatase que la estaba mirando. Para un seductor de su calibre, le sorprendió sentirse tan cautivado como indefenso.
A los quince años se había enamorado de una mujer así. Se llamaba Manuela y era la hija menor del propietario de los establos que quedaban a la espalda de su casa. Cada tarde, Manuela traía la leche recién ordeñada a su madre, y él se quedaba charlando con ella en la cocina en lo que su madre vaciaba las pequeñas cisternas y ponía la leche a hervir. Manuela olía a paja recién cortada, y siempre llevaba la cara sucia y el pelo alborotado de tener la cabeza metida entre las ubres de las vacas. Lo que ella no sabía es que sus ojos eran verdes y grandes como aceitunas, y que él quería besarle la boca cada vez que la invitaba a merendar mendrugos de pan montados con nata y azúcar. Algo que ella probablemente nunca supo, pues solo tenía pensamientos de día y de noche para su novio Antonio, un gitano con quien se marchó de casa nada más cumplir los dieciocho. Dicen que terminó de prostituta en un tugurio de Cádiz regentado por su suegro, y que no hay día que no ande colocada de cocaína hasta las cejas.
Ahora que se detenía a pensarlo mejor, era probable que esta mujer de tez morena fuera de familia gitana. Le delataba no solamente el vestido, sino también unos finísimos alfileres de colores que le sujetaban los rizos de la melena, y una medallita de la Virgen de la Calendaria que adornaba su cuello. Pero además estaban esos pómulos altos y la mirada exótica que conjuraban a civilizaciones milenarias. No tenía pinta de compradora, más bien de dependienta, o incluso de ser una de las anticuarias. Se acordó de su madre cuando sentenciaba que andaba metido en un negocio de gitanos, de mala gente que no hacía más que expoliar iglesias, y que ese mundo sórdido de truhanes no le depararía nada bueno.
Su madre nunca quiso esta vida nómada para él; en vez de dedicarse a vender muebles, hubiera deseado que su hijo estudiara mecánica o contabilidad, y que, a estas alturas de la vida, se hubiera casado con alguna chica del pueblo que le hubiera dado ya un par de nietos. Ella, que lo había sacrificado todo por su hijo, le vio partir una tarde de camino a Santander — “para pasar unos días con unos amigos”, le dijo él – y no recibió noticias suyas hasta dos semanas más tarde, cuando la llamó desde una pensión de mala muerte en Madrid. Él sabía lo mucho que lloró su madre, pero nunca quiso darle demasiada importancia, tales eran sus ganas de explorar el mundo y labrarse un destino propio. Al paso de los años, se imaginaba a su madre sola rezando el Rosario todas las tardes en casa, con las pantorrillas pegadas al infiernillo debajo de la mesa camilla, y con la misma mirada triste de esta mujer del bar. Cuántas veces no la llamó para no tener que soportar las broncas y los reproches; cuántas excusas se inventó para no tener que pasar con ella las vacaciones. Era inútil arrepentirse ahora de tanto desdeño; su madre yacía muerta, desde hacía tres años, en una tumba.
El calor en el bar era tan intenso que podía tocarse. La mujer – qué importaba que fuera gitana o no – extrajo un pañuelo blanco de entre los senos y comenzó a secarse los chorros de sudor que borboteaban por el cuello. De tanto pasarse el pañuelo por la cara, se le había corrido el rojo de los labios, y el hasta entonces encanto sensual que la envolvía, comenzó a desdibujarse por momentos. La boca parecía torcida, la gardenia mustia, el vestido grotesco. La mirada parecía perdida en algún punto escondido entre los estantes del bar. ¿Cuál sería la causa de lo apesadumbrado de su gesto?
El teléfono comenzó a vibrar y a deslizarse por el movimiento sobre la barra. La pantalla del móvil se encendió revelando un nombre, Mercedes Sala. Su jefa apenas lo llamaba entre semana; esperaba a que llegara el viernes, al cierre del día, para saber si tendrían que pasar orden de algún nuevo modelo de silla, de esos que estaba vendiendo tan bien la competencia. Por unos segundos dudó en contestarle, pero sabía que era mejor dar la cara ahora, antes de verse bombardeado por una retahíla de correos. Al fin y al cabo, Mercedes era mucho más que una jefa. Era una mentora que le había enseñado todos los trucos del oficio.
Por fortuna para él, la llamada fue breve. Un cliente había solicitado una cita con ellos dos para cerrar un pedido de cierta envergadura. Se alegró de que apenas tuvieron tiempo para hablar, pues Mercedes tenía otra reunión que atender. La semana había sido pésima, en parte porque se vendía la mitad de lo que hacía un año, pero además porque él no había puesto tanto esfuerzo. Hacía dos semanas, él había aceptado una oferta de trabajo de los fabricantes de sillas, precisamente de esos que les hacían la competencia. Mercedes, desde luego, aún no sabía nada. Tendría que comunicárselo en algún momento de la semana próxima.
Se estaba haciendo tarde y decidió pedir la última copa. El camarero le sirvió un whisky con agua y, sin marcar pausa, en una sucesión de movimientos orquestados, también pasó la cuenta a una señora que había pedido un plato de croquetas. Quiso llamarle la atención para que le echara más hielo en el vaso, pero el camarero ya se había dado la media vuelta y andaba concentrado, como si estuviera operando a corazón abierto, en apagar el canal de música. Ecos de sonidos enlatados se extinguieron entonces y surgió una voz diáfana, desgarradora y rotunda.
A la Virgen Mora le pido
le pido a la Virgen llorando
Ay, que le pido a la Virgen llorando
Que me seque a mí las venas
Y a ti te las vaya regando
En mis días y en mis noches
Le pido a la Virgen llorando
Aquella soleá lo dejó apenas sin aliento. Ahora entendió por qué esa mujer se había aparecido ahí, como paloma mensajera a revolverle las entrañas. Portaba recuerdos de esa noche loca en la Feria de Sevilla, hacía ya de eso cinco o seis años, de cómo corría el vino fino y lo fácil que era la risa, de lo bonito que lucían los farolillos de papel en las casetas y lo contento que estaban sus amigos fumando porros y bailando sevillanas.
Su madre lo había llamado a media tarde, pero como tantas otras veces, dejó sonar el teléfono y prefirió ignorarlo. Estaba ocupado haciendo cómo que leía las líneas de la mano a una pelirroja pechugona que había conocido en un bar de Triana. Con ella había estado cenando salmonetes, y también bebiendo vino fino en la caseta, y a eso de las cinco de la mañana, se había ido con ella a la orilla del río. A rematar faena, le dijo a los amigos. Con la fugacidad de una memoria reprimida, recordó el olor húmedo del musgo y la oscuridad espesa de aquella noche.
Al terminar su canto, la mujer del bar tornó suavemente la cabeza en su dirección; por fin cruzarían la mirada. Sintió entonces un escalofrío porque no pudo verle los ojos. Lo que antes le había parecido sudor, eran en realidad lágrimas, y los alfileres en el pelo, puñales que le atravesaban el cráneo. No pudo verle los ojos porque se habían convertido en dos esferas blancas, como las de un toro sacrificado en la plaza, cuyas pupilas se vuelcan hacia dentro, mirando hacia el lado de la muerte.
Ante el horror de él, ella desplomó su peso sobre la barra, envuelta en un baño de sangre. Una sangre de color púrpura como la de aquella pelirroja que, a orillas del Guadalquivir, resbaló sobre una piedra y se abrió la cabeza de un golpe seco, con el crujido de una nuez. Tan solo unos minutos antes, los dos habían hecho el amor bajo las estrellas.
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